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Antártida: donde el silencio habla

El Medio
  • febrero 25, 2025
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Antártida: donde el silencio habla

Por Rosa Acevedo Barrios PhD.

Mi travesía hacia la Antártida comenzó en Punta Arenas, Chile. Tras dos días de travesía a bordo del buque español BIO-Hespérides, nos enfrentamos al desafiante paso de Drake, el mar más tormentoso del planeta, donde confluyen las aguas del Pacífico, Atlántico y Antártico. Aún me pregunto cómo el barco logró mantenerse en pie entre las violentas olas. Dos días de mareo, calmado con infusiones de manzanilla y Dramamine, nos llevaron finalmente a tocar territorio antártico en las Islas Shetland del Sur.

El primer avistamiento de los enormes bloques de hielo y majestuosos icebergs borró instantáneamente el recuerdo del tormentoso Drake. Contemplar la imponente Antártida por primera vez fue un momento de dicha absoluta, un regalo para el alma.

La Antártida es un mundo aparte, un santuario de la naturaleza que se cuela en tu corazón, en tus pensamientos y hasta en tus sueños. Es un territorio internacional dedicado a la ciencia y la paz, donde los verdaderos habitantes humanos son los científicos, respaldados por el apoyo logístico de los militares de sus respectivos países.

Las bases están organizadas por naciones. A bordo del BIO-Hespérides, tuve la oportunidad de visitar diversas estaciones: Frei, Escudero y Videla (Chile), Bellingshausen (Rusia), Primavera y Cámara (Argentina), Port Lockroy (antigua base inglesa), Palmer (Estados Unidos) y otras ubicadas en el archipiélago de Palmer. Cada una con su propia historia y propósito, pero todas unidas por la búsqueda del conocimiento.

Sin embargo, uno de los momentos más memorables de mi travesía ocurrió en Cuverville Island. Allí, pude observar ballenas durante todo un día. Ver a una madre y su cría acercarse a tan solo 50 centímetros de nuestro bote zodiac fue una experiencia indescriptible. La madre le enseñaba a su ballenato a respirar, mientras nos observaban con la misma curiosidad con la que nosotros las contemplábamos a ellas.

Este continente blanco también me permitió convivir con focas de Weddell, lobos y elefantes marinos, petreles, escúas y, por supuesto, los entrañables pingüinos papúa y barbijos. Sus hábitats en las playas heladas me hicieron sentir como una intrusa en un mundo donde la naturaleza sigue reinando sin interrupciones humanas.

La Antártida es un compendio de paisajes extremos. En un solo día puedes sentirte en la cumbre de una montaña, en el interior de un glaciar o en una costa azotada por el viento. Su sinfonía natural es única: el trueno de los glaciares rompiéndose, el eco del canto de los cormoranes y albatros, el resoplido de las ballenas y el bramido incansable de los pingüinos. Pero, por encima de todo, el silencio. Ese silencio profundo que solo aquí puede escucharse.

Mirando hacia atrás, las imágenes de mi viaje me transportan a otro planeta. Cada fotografía es una puerta a la memoria de un mundo inhóspito y majestuoso que se grabó en mi corazón. Ciento cuarenta días días en la Antártida son suficientes para transformar a una persona. Allí, en el verano austral, el sol apenas se oculta unas pocas horas y la luz brilla sin descanso. La alteración del reloj biológico es inevitable, pero también lo es el asombro constante.

Este continente helado es un testimonio de la grandeza de la naturaleza, un recordatorio de la fragilidad del planeta ante el cambio climático. La Antártida está dolida, pero sigue en pie, esperando que la humanidad la proteja y la respete.

Mi viaje también estuvo marcado por la pérdida. Durante la campaña antártica de 2018, perdimos al capitán de fragata español Javier Montojo Suárez, quien cayó accidentalmente al mar. A él dedico estas palabras: “Desde el cálido trópico, un abrazo a los hermanos del hielo. En la Antártida, donde cada vida es preciosa, la pérdida de uno es la pérdida de todos. Shackleton decía: ‘lo que el hielo obtiene, el hielo retiene’. Capitán Montojo, su esencia siempre estará en la Antártida.”

Si me preguntan si volvería, mi respuesta es rotunda: ¡Sí! La Antártida me conquistó desde el primer instante, como un amor a primera vista. Ahora comprendo por qué los científicos regresan una y otra vez y por qué lanzan constantes llamados para su protección. Porque cuando conoces la Antártida, ya no quieres dejar de verla, de escuchar su silencio ni de regresar.

¡La Antártida se robó mi corazón!

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